La Fórmula




Copyleft: Abrir la Puerta y Salir a Jugar
                                                      por Candelaria Sabagh

 “El arte es un juego de todos los hombres en todas las épocas”
Marcel Duchamp.

Creo estar en lo cierto cuando digo que hacer teatro es esencialmente jugar. Son numerosas las lenguas que recuperan la noción de lo lúdico en el seno del campo semántico de las palabras vinculadas a lo teatral. En francés, por ejemplo, jouer (jugar) significa actuar, y jouer un rôle (jugar un rol), interpretar un papel. El jeu de théâtre (juego de teatro) o jeu de scène (juego de escena) se refiere a lo que el actor efectúa al margen de su discurso. En alemán, los actores son los schau-spieler, (jugadores del espectáculo). Spielen se refiere tanto a jugar como a actuar, y una pieza teatral es llamada una Schauspiel. Sala de teatro o espacio teatral se dice Spielhaus (casa de juegos). En el caso del inglés, sala de teatro también se denomina “casa de juegos” (Playhouse); actuar/interpretar un rol se dice to play a roll (jugar un rol), y una pieza dramática es directamente llamada a play (un juego)[i]. 
Hago teatro, ergo, me dedico a jugar. Ambas actividades requieren, como condición de posibilidad, la libertad de autodeterminarse en su propia naturaleza: si no es libre, incierto, ficticio y auto reglamentado, entonces no es juego ni tampoco teatro[ii]. Tal vez las obras hechas en serie, las fórmulas creativas que cristalizan patrones compositivos, los modelos que se replican incansablemente con el objetivo de la taquilla o las apuestas a las “figuras” que convocan, logren confundir a los miembros más desprevenidos del público o a un puñado de críticos anestesiados. Sin embargo, una y otra vez resultan en desventuras que fallan de manera irremediable justamente a raíz de que el criterio que las gobiernan es ajeno a su necesidad, organicidad y vitalidad, es decir, les ha sido impuesto. Las reglas de cada juego (de cada obra) deben necesariamente determinar sus propios postulados[iii]. Esta es una premisa cardinal a la hora de habitar libremente el crear, algo de lo que recientemente he sido privada.
Desde el 2002 soy la directora del grupo “Amarillo en Escena Trajo Mala Suerte”, el cual reúne hoy diecinueve actores. El teatro es mi vida. Lo dirijo, escribo,  estudio, enseño, pienso y sueño. A raíz de la maniática obsesión con la que practico cada una de estas actividades, estrenar resulta un acontecimiento extraordinario. Sucede en intervalos que se prolongan, incluso, por cinco años. Cuando ocurre, siempre acabo meditando sobre cómo soy una teatrista (una jugadora) diferente a la que fui. No sólo porque con la obra presentada nos hemos permitido indagar el trabajo según una serie de procedimientos desconocidos para nosotros, sino que, además, con cada estreno observo cómo la pieza construida se confronta ante un público  distinto de aquel que nos fuera familiar. Su contexto de recepción ha mutado y su mirada se ha constituido de manera singular. Cinco años después, las llamadas “nuevas tecnologías” son otras y éstas han impactado necesariamente en los modos de producción, percepción y relación de los sujetos con la cultura. Como las demás artes, el teatro tiende orgánicamente hacia los nuevos tipos de imbricación. Naturalmente, deseamos valernos de las posibilidades de la propia época para desarrollar nuestra actividad. Queremos hacer un teatro para nuestros coetáneos. Sin embargo, ciertas experiencias contemporáneas nos están enteramente vedadas. Hay cosas con las que a los teatristas no se nos permite jugar. 
Es sencillo advertir que cuando determinadas prohibiciones interfieren con la libertad de los autores en el ejercicio de sus construcciones poéticas, lo creativo indefectiblemente se resiente: si es obediente a los sistemas vigentes se estancará; si es combativo, florecerá, mas el precio será el verse obligado a sobrevivir de manera clandestina. Basta con repasar las relaciones históricas entre artistas e intelectuales con las formas de poder totalitario para verificarlo.
Sin dudas, una de las funciones del arte es correr los límites de lo establecido. Entonces, ¿cómo podremos los creadores abordar el espinoso intento de dicho ejercicio, si se pretende incriminarnos por procurar hacerlo? El problema al que me refiero no forma parte de un repertorio descollado; no se trata de un asunto de arqueología ni de revisionismo histórico. Por el contrario, es un acontecimiento, del aquí y ahora, que adviene de un enfrentamiento particular. Una pugna que recientemente inicia y cuyo resultado definirá el perfil del mundo que vendrá: uno en el que las reglas del juego se impongan desde un afuera interesado nada más que en los réditos económicos de un sistema capitalista, o uno en que se permita la libertad de autodeterminación a la hora de establecer las pautas para la construcción y la distribución de los bienes simbólicos que resultan de cierta forma de lo lúdico, como sucedería en el caso del teatro. En otras palabras, un mundo en el que  se restrinja  o  se facilite  la creación y el acceso a la cultura. La disyuntiva a la que aquí aludo forma parte de uno de los debates más calientes de la escena contemporánea. Se trata de que, en el campo artístico e intelectual, hay quienes no estamos dispuestos, en materia de creación y difusión de la cultura, a aceptar la defensa de los monopolios limitados en el tiempo que el capitalismo estipula como manera de fomentar y enriquecer el dominio público.[iv] La proliferación de las nuevas tecnologías en comunicación pone en jaque la idea de que cuidar los intereses de los autores sea necesariamente sinónimo de restringir sus creaciones al mundo. La revolución, en términos de producción y distribución de cultura, ya es una realidad.  Criminalizarla es un lamentable manotazo de un sistema que se ahoga.
Son numerosos los artistas, intelectuales e inventores que abrazan y fomentan desde el hacer y el decir un proceso de transformación que ya está sucediendo. Hace un tiempo, filósofos y teóricos del arte se refieren a ello. Tomaremos como ejemplo al crítico y curador Nicolás Bourriaud, que sostiene que el prefijo “post” en la palabra postproducción alude a una zona de actividades propia de una actitud eminentemente posmoderna, en la que ciertas operaciones inventan protocolos de uso para los modos de representación y las estructuras formales ya existentes. “Se trata de apoderarse de todos los códigos de la cultura, de todas las formalizaciones de la vida cotidiana, de todas las obras del patrimonio mundial, y hacerlos funcionar. Aprender a servirse de las formas (…), es ante todo saber apropiárselas y habitarlas.”[v] Bourriaud define las experiencias del DJ y la máquina de sampler, la del web surfer, y la de los artistas de postproducción como la de unos “semionautas que antes que nada producen recorridos originales entre los signos.”[vi] Las diversas formas de apropiación y resignificación de citas plásticas, musicales, cinematográficas, científicas, literarias y teatrales para producir una nueva obra, los actos de reescritura, de parodia, los cruces de géneros, los mash-ups, los sitios en la Internet que proponen a través del link caminos originales para la navegación del infinito acervo cultural, todas  estas  prácticas  son análogas a los modos en que efectivamente opera el pensamiento y el saber: indefectiblemente ambos acontecen a partir de la apropiación y transformación de elementos anteriores. El conocimiento y la creación jamás son creaciones ex nihilo sino “invención de itinerarios a través de la cultura.”[vii] Es desde ese horizonte que artistas, autores e inventores han comenzado a registrar su trabajo bajo las llamadas licencias libres. Con ello, emprenden un camino hacia la conquista de ser los verdaderos amos del alcance y los límites de su obra, tanto en materia de consumo como resignificación y distribución. El término que se utiliza para designar este tipo de prácticas es el de Copyleft.
Según Wikipedia, que se autodefine como “un esfuerzo colaborativo por crear una enciclopedia gratis, libre y accesible por todos”[viii], el Copyleft es “una práctica al ejercer el derecho de autor que consiste en permitir la libre distribución de copias y versiones modificadas de una obra u otro trabajo, exigiendo que los mismos derechos sean preservados en las versiones modificadas.” [ix] El término aparece por primera vez en las comunidades de software libre como un juego de palabras en torno a Copyright. Éste significa derecho de autor o copia derecha. El Copyleft se podría traducir por izquierdo de autor o copia dejada, aludiendo a que ha sido dejada en libertad.  Además, se le atribuye un efecto “de contagio” o “vírico”, que preserva a la obra de ser absorbida y utilizada con fines ajenos a su naturaleza: cualquier trabajo derivado de uno anterior que presente este tipo de licencia debe atenerse a su vez a los principios del Copyleft.
Ahora bien, la práctica tradicional del registro restrictivo de la propiedad intelectual en el sistema capitalista siempre me había resultado ingrata y sospechosa,  razón por la cual, al conocerlo, el Copyleft capturó enseguida mi interés. Pronto el concepto se convirtió en una de las fuerzas motoras de la dramaturgia de una nueva obra, “No Más Zzzzs”. Dediqué un par de años a escribirla. Registré la versión final bajo licencia libre. Este gesto, político desde luego, constituía además una clave fundamental en el sistema lúdico de la pieza: funcionaba como un pivote en el universo de sus procedimientos poéticos. Enseguida empezamos a trabajarla, los diecinueve actores de la compañía y yo, en una serie de interminables ensayos sostenidos durante más de dos años, siempre dentro del marco del esfuerzo épico que supone el hacer teatro independiente. En aquel momento, no sabíamos que pretender montar un texto amparado bajo este tipo de licencia constituiría una auténtica contrariedad. El riesgo supondría una dura penalización tanto para la sala como para mí misma, la autora.
En nuestro país, toda obra que se estrena debe estar necesariamente registrada en Argentores. Así reza la legislación vigente.  Es sabido que esta Sociedad General de Autores de la Argentina tuvo como objetivo de su creación el proteger el derecho intelectual de los autores nacionales. Hasta 1919, éstos habían sufrido sistemáticamente injusticias económicas por parte de los empresarios que montaban sus obras.  El modelo sobre el que se sancionara en ese año la primera ley de protección del derecho de autor estaba basado en el que rigiera en Francia desde 1791. Conserva, hasta la fecha, una serie de presupuestos teóricos eminentemente vinculados a la Ilustración, que hoy resultan sencillamente inadmisibles. El paradigma filosófico, ético, científico y político desde el que se escribe la ley que protege al autor nacional, ha caducado. De tintes universalistas, atenta contra cualquier forma de pensamiento inmanentista. Se encuentra, por lo tanto, ferozmente cuestionado desde prácticamente todas las escuelas y posiciones de perspectiva crítica enunciadas hoy en el campo intelectual, a lo largo y ancho del mundo. Sin embargo, el cartel que la institución exhibe con pompa tras su mostrador, insiste: “Sin Autor No Hay Obra”. Evidentemente, las nociones de “diseminación de sentido”, “mosaico de citas”, “pliegue”, “conversación de la humanidad”, “muerte del autor” y otras afines son, para la Sociedad General de Autores de Argentina, meros flatus vocis. El paradigma sobre el que cimientan su lógica es absolutamente ajeno a la coyuntura histórica, epistemológica y tecnológica que nos constituye. Supone una división binaria, sesgada y tajante entre el ser un “hacedor de cultura” (un autor) y un “consumidor de cultura” (un lector o espectador). En la práctica, esta segmentación ha sido ampliamente superada: desde la aparición de la Internet, los límites creador/consumidor se han vuelto visiblemente difusos. Hoy, más bien, lo atinado sería que el cartel en cuestión dijera: “Sin Obra no hay Autor”.
Al presente, los usuales detractores del Copyleft son principalmente individuos vinculados a la industria del entretenimiento o al negocio del registro de la propiedad intelectual, grupos interesados que practican lobbismo entre los gobiernos de turno con el fin de inducirlos a sancionar leyes que penalicen la libre circulación de la cultura, músicos capaces de iniciar acciones legales contra fans adolescentes porque bajan o comparten temas suyos en Internet, autores que por algún motivo no quieren que exista la posibilidad de una nueva forma de licencia (ni siquiera para que otros podamos emplearla), y demás ejemplares de la estirpe. Entre los argumentos que suelen esgrimir, hay dos que quisiera responder. Uno peca de ignorancia. El otro, de mezquindad. Sostiene el primero que “en el caso del teatro, es imposible aplicar el Copyleft  porque los dramaturgos consagrados viven de su trabajo y esta forma de registro atenta contra sus intereses, ya que no permite que los autores cobren por su labor”. Falso. El hecho de que la obra esté bajo una licencia libre no quiere decir que el creador no perciba una remuneración por su trabajo. Hay varias formas de liberar un texto, y es el autor quien dispone de los términos y matices que mejor se adapten a sus intereses. Sépase de una vez: Sí es posible obtener rédito económico de un trabajo patentado en Copyleft.  El segundo argumento reza: “Para proteger a las nuevas y futuras generaciones de dramaturgos, hay que evitarles que otros puedan hacer uso de sus materiales.” Es curioso: son indefectiblemente los autores consagrados quienes, asumiendo una figura paternalista, hablan en representación de futuras y noveles generaciones. Les agradezco pero informo que, en mi caso, no solicito su “ayuda”. Todos quienes nos dedicamos al teatro independiente sabemos que las cifras de recaudación que manejamos los dramaturgos pipiolos que montamos obras en las salas del llamado circuito off  son francamente ridículas. Las nuevas generaciones de autores entendemos que no es viable poder vivir en lo inmediato de nuestro trabajo. La profesionalidad es algo que llega al cabo de recorrer un camino; el medio es complejo y competitivo y la apuesta más segura es la de hacer visible la propia escritura. El deseo de todo joven dramaturgo es que la mayor cantidad de gente posible vaya a ver su obra o, en su defecto, que la lea. El objetivo por el que trabajamos incansablemente quienes damos los primeros pasos en el teatro es siempre que nos conozcan. En este sentido, el Copyleft es sumamente beneficioso. Al facilitar el acceso a los materiales en una dinámica que presupone la horizontalidad, fomenta la multiplicación de las miradas sobre un mismo trabajo. Una de las condiciones de las licencias libres es del reconocimiento: es posible hacer obras derivadas a partir de “la original”  siempre y cuando la segunda cite a la primera, de la forma que haya especificado el autor. Si se tomara la segunda para generar una tercera, la cita se duplicaría y así sucesivamente.
El Copyleft definitivamente facilita la participación cultural. Se acrecientan las oportunidades de expresión, en lugar de cercenarlas. No constituye una amenaza para el autor. Antes bien, posibilita a los creadores el gozar de los beneficios de ser artífices de su propia obra, a la vez que participar de un intercambio cultural que tiene como objetivo la integración solidaria y libre de los conocimientos. Como teatrista (jugadora) que medita incansablemente en torno al propio hacer y al vínculo entre obra, sociedad y cultura, entiendo que el Copyleft se adecua a mis intereses y deseo poder experimentarlo. Entonces, pregunto: ¿por qué el teatro no puede hacer uso en libertad de este nuevo escenario? Si todo escritor tiene derecho a restringir las alteraciones y usos de su obra, ¿cómo es que no tiene derecho, asimismo, a liberarlas? Y si el hacerlo formara parte del sistema lúdico de la pieza, si fuera una de las condiciones de construcción del universo poético de la obra, ¿no se estaría, al prohibírselo, atentando contra la libertad de expresión? ¿Puede penalizarse a un autor o a un espacio teatral por ser “portadores de obra de registro libre”? ¿No se está embistiendo contra la condición misma del arte, cuando se la ataca por  procurar correr los límites de lo establecido?
Nadie puede considerarse dueño de un sintagma. Los fonemas y sus maneras de organizarse pertenecen a un fluir orgánico y vital, el lenguaje. Éste no es otra cosa que una condición de posibilidad del pensamiento, el conocimiento, la historia y el arte; en definitiva, todo aquello que llamamos cultura. Nuestra humanidad se expresa en ella. La experiencia del mundo no es más que cuantas palabras tengamos para relatarla. El Copyleft activa la posibilidad de imaginarlas en libertad, hacerlas crecer, compartirlas, multiplicarlas y, entonces, desbaratar fronteras.
Abrir la puerta; correr el límite. El juego que sueño un día jugar.


[i] Cf. Pavis, Patrice; Diccionario del Teatro, Ed. Paidós Comunicación, 2003. 
[ii] Caillois sintetiza las seis características del juego de la siguiente manera: es  libre (se juega si se quiere, si es impuesto pierde su condición de juego), separado (se juega dentro de ciertos límites temporales y/o espaciales, distintos del ámbito de la realidad), incierto (implica siempre un riesgo, un desconocimiento de su desarrollo y resultado), improductivo (no crea bienes como lo hace el trabajo), reglamentado (las reglas de juego imponen sus propios postulados) y  ficticio (todo juego se acompaña de una conciencia de realidad de segundo orden). Todas estas características se pueden aplicar al teatro. La mímesis, además, es una de las cuatro maneras en que el juego acontece. Hay cuatro tipos de juegos: los de alea (azar), ilinix (vértigo), agón (competencia), mimicry (mímesis). Cf. Roger Caillois, Los Juegos y los Hombres, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 1997.
[iii] Coinciden en la idea de que la autonomía de reglas en lo lúdico es una condición estrictamente necesaria para su ser, autores tan disímiles como Von Neumann y Morgenstern, Hans Georg Gadamer, Roger Caillois y Johan Huizinga. Para un desarrollo puntual de esta idea, cf. HUIZINGA, Johan, Homo Ludens, Alianza Editorial, 2000.
[v] Bourriaud, Nicolás. Postproducción, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007. p. 14
[vi] Bourriaud, Nicolás. Postproducción, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007. p. 14
[vii] Bourriaud, Nicolás. Postproducción, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007. p. 14
[ix] Copyleft, definición de Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Copyleft




Teatro y Copyleft por Candelaria Sabagh se encuentra bajo una 
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Bibliografía:
BOURRIAUD, Nicolás. Postproducción, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007.
CAILLOIS, Roger; Los Juegos y los Hombres, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 1997.
CANO, F., Cortés, M., Masine, B. y otros; “En torno al ensayo”, en: Ensayo y error. El ensayo en el taller de escritura. Eudeba, Buenos Aires, 2008.
ECO, Umberto, Prefacio” a: La estrategia de la ilusión, Buenos Aires, Lumen, 1994, 5ta ed. pp. 7-8
FERRATER MORA, José; Diccionario de Filosofía, Editorial Sudamericana, 1975.
FILINICH, María Isabel; La Enunciación, Ed. Eudeba, Buenos Aires, 2001.
FLUSSER, Vilém; “Ensayos”,  Ficçoes filosóficas, San Pablo, Editora da Universidade de São Paulo. Traducción al español: Pablo Katchadjian, 1998.
GIORDANO, Alberto; Modos del ensayo. De Borges a Piglia, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2005.
GRÜNER, Eduardo; Un género culpable. La práctica del ensayo: entredichos, preferencias e intromisiones, Rosario, Homo Sapiens, 1996
HUIZINGA, Johan; Homo Ludens, Alianza Editorial, 2000.
MONTAIGNE, Michel de (1984), Ensayos , Ed. Orbis, Bs. As.
PAVIS, Patrice; Diccionario del Teatro, Ed. Paidós Comunicación, 2003. 
PIGLIA, Ricardo; Tesis sobre el Cuento, Ed Anagrama, Buenos Aires, 1986.


Internet:






PIRATAS Y TIBURONES
Hernán Casciari

La semana pasada, la exitosa escritora valenciana Lucía Etxebarría (Beatriz y los cuerpos celestes, Un milagro en equilibrio, Premio Planeta 2004) anunció su retirada indefinida del mundo literario como forma de protesta contra la piratería. Una parte del mundo editorial salió a apoyarla, pero Hernán Casciari, autor de la “blogonovela” Más respeto que soy tu madre (adaptada para el teatro por Antonio Gasalla) y editor de esa exitosa rareza que es la revista Orsai (sin publicidad y con venta anticipada) dio a conocer esta carta en la que dice a Lucía que no es para tanto y que los malos están en todos lados.

El contador de suscripciones anuales a la nueva revista Orsai acaba de llegar a mil. En nueve días, y sin noticias sobre los contenidos o la cantidad de páginas, mil lectores ya compraron las seis revistas del año próximo. Y eso que todos saben que habrá una versión en pdf, gratuita, el mismo día que cada revista llegue a sus casas. Repito: acabamos de vender seis mil revistas. Seiscientas sesenta y cinco por día. Veintiocho por hora.
Al mismo tiempo, una escritora española acaba de informar que dejará de publicar. “Dado que se han descargado más copias ilegales de mi novela que copias han sido compradas, anuncio que no voy a volver a publicar libros”, dijo ayer Lucía Etxebarría. La prensa tradicional se hizo eco de sus palabras y la industria editorial la arropó: “Pobrecita, miren lo que Internet les está haciendo a los autores”.
A nosotros nos ocurre lo mismo. Durante 2011 editamos cuatro revistas Orsai. Vendimos una media de siete mil ejemplares de cada una, y con ese dinero les pagamos (extremadamente bien) a todos los autores. Los pdf gratuitos de esas cuatro ediciones alcanzaron las seiscientas mil descargas o visualizaciones en Internet.
Vendimos siete mil, se descargaron seiscientas mil.
Si los casos de Lucía Etxebarría y de Orsai son idénticos y ocurren en el mismo mercado cultural, ¿por qué a nosotros nos causan alegría esos números y a ella le provocan desazón?
La respuesta, quizá, es que se trata del mismo mercado pero no del mismo mundo.
Existe, cada vez más, un mundo flamante en el que el número de descargas virtuales y el número de ventas físicas se suma; sus autores dicen: “qué bueno, cuánta gente me lee”. Pero todavía pervive un mundo viejo en el que ambas cifras se restan; sus autores dicen: “qué espanto, cuánta gente no me compra”.
El viejo mundo se basa en control, contrato, exclusividad, confidencialidad, traba, representación y dividendo. Todo lo que ocurra por fuera de sus estándares, es cultura ilegal.
El mundo nuevo se basa en confianza, generosidad, libertad de acción, creatividad, pasión y entrega. Todo lo que ocurra por fuera y por dentro de sus parámetros es bueno, en tanto la gente disfrute con la cultura, pagando o sin pagar.
Dicho de otro modo: no es responsabilidad de los lectores que no pagan que Lucía sea pobre, sino del modo en que sus editores reparten las ganancias de los lectores que sí pagan. Mundo viejo, mundo nuevo. Hace un par de semanas viví un caso muy clarito de lo que ocurre cuando estos dos mundos se cruzan. Se lo voy a contar a Lucía, y a ustedes, porque es divertido: me llama por teléfono una editora de Alfaguara (Grupo Santillana, Madrid); me dice que están preparando una Antología de la Crónica Latinoamericana Actual. Y que quieren un cuento mío que aparece en mi último libro, “un cuento que se llama tal y tal, que nos gusta mucho”.
Le digo que por supuesto, que agarre el cuento que quiera. Me dice que me enviará un mail para solicitar la autorización formal. Le digo que bueno.
A la semana me llega el mail, con un archivo adjunto:
...“Estimado Hernán, te explico lo que te adelanté por teléfono: Alfaguara editará próximamente una antología de bla bla bla cuya selección y prólogo está a cargo de Fulanito de Tal. Él ha querido incluir tu cuento Equis. Si estás de acuerdo con el contrato que te adjunto, envíame dos copias en papel con todas las páginas firmadas a la siguiente dirección” (y pone la dirección de Prisa Ediciones, Alfaguara).
Abro el archivo adjunto, leo el contrato. Me fascina la lectura de contratos del mundo viejo. No se molestan en lo más mínimo en disfrazar sus corbatas.
Al cuento que me piden lo llaman “La aportación”. En la cláusula 4 dice que “el editor podrá efectuar cuantas ediciones estime convenientes hasta un máximo de cien mil (100.000)”. En la cláusula 5, ponen: “Como remuneración por la cesión de derechos de ‘La aportación’, el editor abonará al autor cien euros (¿100?) brutos, sobre la que se girarán los impuestos y se practicarán las retenciones que correspondan”.
Pensé en los otros autores que componen la antología, los que seguramente sí firman contratos así. Cien euros menos impuestos y retenciones son sesenta y tres euros, y a eso hay que quitarle el quince por ciento que se lleva el agente o representante (todos tienen uno), o sea que al autor le quedan cincuenta y tres euros limpios. No importa que la editorial venda dos mil libros o cien mil libros. El autor siempre se llevará cincuenta y tres euros. ¿Firmará Lucía Etxebarría contratos así?
Esa misma tarde le respondí el mail a la editora de Alfaguara:
“Hola Laura, el cuento que querés aparece en mi último libro, que se distribuye bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento 3.0 Unported, que es la más generosa. Es decir, podés compartir, copiar, distribuir, ejecutar, hacer obras derivadas e incluso usos comerciales de cualquiera de los cuentos, siempre que digas quién es el autor. Te regalo el texto para que hagas con él lo que quieras, y que sirva este mail como comprobante. Pero no puedo firmar esa porquería legal espantosa. Un beso.”
La respuesta llegó unos días después; ya no era ella la que me hablaba, sino otra persona:
“Hernán: entendemos esto, pero el departamento legal necesita que firmes el contrato para que no tengamos problemas en el futuro. ¡Saludos!”
Y ya no respondí más nada. ¿Para qué seguir la cadena de mails?
La anécdota es esa, no es gran cosa. Pero quiero decir, al narrarla, que no hay que luchar contra el mundo viejo, ni siquiera hay que debatir con él. Hay que dejarlo morir en paz, sin molestarlo. No tenemos que ver al mundo viejo como aquel padre castrador que fue en sus buenos tiempos, sino como un abuelito con Alzheimer.
–¿Me das eso? –dice el abuelito.
–Sí, abuelo, tomá.
–No, así no. Firmame este papel donde decís que me das eso y yo a cambio te escupo.
–No hace falta, abuelo, te lo doy. Es gratis.
–¡Necesito que me firmes este papel, no lo puedo aceptar gratis!
–¿Pero por qué, abuelo?
–Porque si no te cago de alguna manera, no soy feliz.
–Bueno, abuelo, otro día hablamos... Te quiero mucho.
Y de verdad lo queremos mucho al abuelo. Hace veinte, treinta años, ese hombre que ahora está gagá, nos enseñó a leer, puso libros hermosos en nuestras manos.
No hay que debatir con él, porque gastaríamos energía en el lugar incorrecto. Hay que usar esa energía para hacer libros y revistas de otra manera; hay que volver a apasionarse con leer y escribir; hay que defender a muerte la cultura para que no esté en manos de abuelos gagá. Pero no hay que perder el tiempo luchando contra el abuelo. Tenemos que hablar únicamente con nuestros lectores.
Lucía: tenés un montón de lectores. Sos una escritora con suerte. El demonio no son tus lectores; ni los que compran tus novelas ni los que se descargan tus historias de la red.
No hay demonios, en realidad. Lo que hay son dos mundos. Dos maneras diferentes de hacer las cosas.
Está en vos, en nosotros, en cada autor, seguir firmando contratos absurdos con viejos dementes, o empezar a escribir una historia nueva y que la pueda leer todo el mundo.

PÁGINA 12, RADAR, SÁBADO, 31 DE DICIEMBRE DE 2011

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